Karina Thove
En el año 2006 se tradujo al español el debate entre Nancy Fraser y Axel Honneth, una serie de cuatro capítulos reunidos bajo la pregunta que le da el título al libro: ¿Redistribución o reconocimiento? Para quienes estén interesados en comprender el auge y las demandas de los movimientos sociales actuales, ambos autores ofrecen interpretaciones divergentes aunque sumamente enriquecedoras respecto al uso de estos mecanismos a la hora de pensar en criterios normativos de justicia social. Es en los dos primeros capítulos, medulares al debate, donde encontramos sus principales argumentos que comentaremos a continuación.
Previamente, no obstante, es necesario hacer algunas precisiones. Las tradiciones diferentes a las que pertenecen cada uno de estos autores –liberal norteamericana en Fraser, ética discursiva alemana en Honneth- se aprecian en forma notoria a través del libro. De todas formas, no hay que exagerar, ambos tienen puntos en común y se reivindican como constructores de una teoría social crítica que tiene mucho que aportar a las sociedades contemporáneas, tan necesitadas de proyectos alternativos que desenmascaren las inequidades persistentes y canalicen las reivindicaciones provenientes de la sociedad civil en todas sus variantes.
Los criterios normativos no son iguales y eso le da a cada propuesta teórica líneas argumentales con recorridos bien distintos que colocan la carga de la prueba en terrenos bien diferentes. La armazón teórica más solidamente construida está en Honneth, preocupado por fundamentar un ethos que opere como trasfondo en las sociedades liberales occidentales, con el acento puesto en el terreno de la moral, el lugar donde las personas experimentan, en primera instancia, la falta de reconocimiento, la injusticia. Deudor de una tradición hegeliana notoria, puede llamarnos la atención como maneja una idea de progreso y desarrollo social de la que hace depender su modelo de reconocimiento a la luz del orden capitalista vigente.
Fraser, más pragmática, ofrece una lectura del contexto socio-cultural norteamericano muy atractivo, sacando conclusiones refrescantes sobre cómo se procesan públicamente los conflictos y las demandas colectivas en su país. La solución que presenta, con algunos problemas de fundamentación, es el enfoque bidimensional –la economía y la cultura son los paradigmas dominantes desde los cuales se manejan los conflictos sociales en occidente- y postula la paridad participativa como criterio de justicia social. El compromiso feminista de la autora revitaliza la perspectiva de género en las sociedades multiculturales de hoy, donde las mujeres buscan el reconocimiento desde tantas direcciones como las minorías sexuales, los ecologistas, los grupos étnicos, los migrantes, los trabajadores, en un largo etcétera que complejiza aun más la construcción de un universal que de cuenta, de forma inclusiva, de la diversidad humana y que, a la vez, huya de todo esencialismo.
El carácter emancipatorio de ambas perspectivas, no debemos olvidarlo, ubica a ambos autores en el terreno de la revalorización y revitalización del proyecto ilustrado, con todas sus consecuencias.
Nancy Fraser: Bidimensionalidad y paridad participativa
La norteamericana inicia el debate con el primer capítulo del libro: La justicia social en la era de la política de la identidad: Redistribución, reconocimiento y participación. Ofrece un lúcido análisis de la complejidad y relevancia que han adquirido las “políticas de identidad” en las luchas sociales del presente; fundamenta su propuesta tomando como hilo conductor un proyecto emancipatorio acotado, menos ambicioso que los antiguos metarrelatos de museo deudores de la tradición marxista.
Antes que nada, Fraser insiste en una concepción bidimensional de la justicia, presentada en una obra anterior[2], con la que pretende abordar y superar el dilema, redistribución/reconocimiento que a su juicio opera en las demandas de justicia social contemporánea. El paradigma redistributivo, focalizado en solucionar las injusticias socioeconómicas del sistema, si bien mantiene su vigencia y ha motivado una amplia variedad de búsqueda de soluciones -los bienes primarios en Rawls, la igualdad de recursos en Dworkin, por ejemplo[3]-, ha perdido terreno frente al cada vez más potente paradigma del reconocimiento, centrado en las injusticias culturales enraizadas en patrones sociales de representación, interpretación y comunicación que no dan cuenta de la multiplicidad de grupos y sujetos sociales que habitan las sociedades de hoy. Si bien pueden existir soluciones que se aborden desde uno u otro enfoque – bastará un criterio de redistribución para bajar la carga impositiva en los sectores sociales menos favorecidos; alcanza con reconocer la unión de homosexuales como legítima para que un porcentaje de la población, desde su especificidad, se sienta con los mismos derechos que los concubinos heterosexuales-, es necesario tomar en cuenta la bidimensionalidad presente en todos los grupos identificables para que la justicia sea efectiva.
La autora recurre al género para fundamentar el carácter bidimensional de toda diferenciación social. No cabe duda que el género opera como un principio estructurador en la economía capitalista. Tanto la división entre el trabajo remunerado y el no remunerado como la brecha salarial por trabajo de igual valor que sigue dándose en el mercado laboral por razones de género, exigen la intervención del paradigma redistributivo. Pero esa es sólo un aspecto porque el género también codifica patrones culturales como el androcentrismo o el sexismo que privilegia los rasgos asociados con la masculinidad, al mismo tiempo que devalúa todo lo codificado como “femenino”; esto sin duda repercute y se ve en la propia división del trabajo que valoriza/desvaloriza de acuerdo a esos códigos. En consecuencia, las mujeres sufren formas específicas de subordinación como las agresiones sexuales y la violencia doméstica de reciente penalización en nuestros sistemas legales, o sea, de reciente reconocimiento como figura delictiva. Se trata de injusticias de reconocimiento que no pueden superarse mediante la redistribución y que requieren de mecanismos diferentes de atención para solucionarlas. Tanto la mala distribución como el reconocimiento erróneo están presentes en el género por lo que su bidimensionalidad queda demostrada. Bidimensionalidad que es primaria y cooriginal porque constituyen y estructuran al género en todas sus dimensiones; podemos discutir en cada caso, en cada situación, si un aspecto es más relevante que el otro pero no son excluyentes.
Ahora, ¿es esto una excepción? ¿No sucede acaso lo mismo con las injusticias raciales y étnicas? Los inmigrantes y las minorías étnicas sufren las más altas tasas de desempleo y pobreza, así como se ocupan mayoritariamente en empleos serviles y mal remunerados. Los patrones eurocéntricos que dan más valor a la piel blanca que a la negra, contribuyen a estigmatizar y devaluar a esta población: usando la terminología de Fraser, son dos dimensiones que se intersectan.
El abanico que va desde la clase social en su expresión más prototípica hasta la minoría sexual despreciada luchando por su reconocimiento, nos exige no perder de vista que ambas dimensiones se superponen y que sería un grave error adoptar una perspectiva unidimensional en términos de justicia social. Esta preocupación es legítima porque a nivel popular los movimientos sociales tienden a ser dicotómicos: concentrados en sus demandas específicas “ven el árbol pero no siempre todo el bosque”.
Fraser se pregunta si el reconocimiento es una cuestión de justicia o de realización personal y toma partido por la esfera de la justicia. Poco importa la autoconciencia del oprimido como tal si no se ubica ese reconocimiento erróneo en las relaciones sociales mismas y en los mecanismos institucionales que lo fomentan. Por eso, su acento está en la fuerza normativa que pretende darle a la idea de paridad participativa, aunque poco fundamentada en el cuerpo de la teoría. Como condición objetiva para garantizar la paridad en la participación, la distribución de los recursos materiales debe hacerse asegurando la voz y la independencia de todos los participantes y como condición intersubjetiva, que los patrones institucionalizados de valor cultural expresen el mismo respeto a todos los participantes y garanticen la igualdad de oportunidades para conseguir la estima social[4]. No explicita nunca cómo pueden identificarse esos sujetos carentes de voz a los que habría que incluir -si no tienen voz, ¿quién se las da? ¿no es imprescindible la autoidentificación para salir a hacer la demanda pública?- y reconoce que es problemática la desigualdad económica para hacer funcionar la paridad participativa.
Pone varios ejemplos; destaco, por su riqueza conceptual, la controversia francesa a propósito de la prohibición del uso del velo islámico en las escuelas estatales. ¿Es un tratamiento injusto hacia una minoría religiosa? Si no hay una prohibición análoga que impida llevar cruces cristianas a las escuelas, es claro que la norma niega la igualdad de categoría a los ciudadanos musulmanes. Pero, ¿qué significa el uso del velo; no es una práctica que simboliza la subordinación de la mujer en las comunidades musulmanas? Aunque su uso es discutido al interior del islamismo y es aconsejable que así sea, como estado laico, queda claro que Francia no puede prohibir su uso a menos que atente contra los derechos básicos garantizados para todos[5]. Esta prohibición demuestra intolerancia y, aun cuando al interior de las comunidades musulmanas sea obligatorio usar el velo y no se permita cuestionar su uso, un Estado no puede comportarse nunca como una comunidad.
Una teoría crítica que pretenda dar cuenta de las sociedades del siglo XXI, no puede pasar por alto la subordinación de estatus que no ha desaparecido, no por ser intrínseca u ontológica a las sociedades humanas sino por razones históricas, perpetuándose en el proceso de modernización mediante nuevas codificaciones sociales y culturales; a su vez, debe de ser muy cuidadosa de no promover un único patrón supremo de valor cultural como acusa a Honneth de hacer.
También dirige estas críticas sustantivas hacia autores conocidos dentro del multiculturalismo como Taylor o Kymlicka que, si bien no buscan ese pretendido patrón cultural regente, dan por supuesta la existencia de múltiples culturas homogéneas que coexisten internamente en una sociedad, diferenciándose sin problemas las características culturales de uno u otro grupo como si los procesos de hibridación nunca tuvieran lugar[6].
Aunque las grandes transformaciones económicas hayan pasado de moda -Fraser nos recuerda que ni los igualitaristas más radicales defienden una economía planificada y que hoy no es tan claro distinguir cuales serían las propiedades públicas claves a preservar frente a la liberalización del mercado- no es aconsejable abandonar la idea de una reestructuración económica. Una década de neoliberalismo, una globalización que tiende a engullirse al mundo acentuando las inequidades de todo tipo, una acumulación de la riqueza cada vez más concentrada en pocas manos, una legión de pobres que más que pobres son excluidos y que en los informes internacionales aparecen eufemísticamente en las estadísticas de personas que “viven” con un dólar por día, es un círculo para nada virtuoso del cual hay que hacerse cargo.
Pero la estrategia afirmativa también plantea sus inconvenientes. La crítica que le hace a los multiculturalistas es de recibo: al valorar la identidad de grupo se niega la complejidad de esas vidas y la multiplicidad de identificaciones e influencias cruzadas de sus diversas afiliaciones. Al no apreciar lo que sucede intragrupalmente también se ignoran las luchas internas por cuotas de poder y autoritarismos varios que terminan convirtiendo a la estrategia afirmativa en un reconocimiento erróneo separatista y de comunitarismo represivo. El camino de la deconstrucción que adoptan autoras como Judith Butler o Iris Marion Young tampoco aporta una alternativa para Fraser.
Su salida es adoptar una estrategia transformativa que daría más aire a este tipo de problemas favoreciendo la interacción a través de las diferencias. En una mala distribución, los enfoques transformativos promueven la solidaridad porque no se identifica a las personas como destinatarias de un favor especial sino que todos nos reconocemos integrantes de una sociedad cooperante que busca resolver sus desigualdades económicas.
Claro que el enfoque transformativo, deseable y esperable en Fraser, es difícil de lograr en el fragor de la lucha porque quien está reclamando un reconocimiento justo, un salario digno, no reivindicará con la misma fuerza las transformaciones estructurales de fondo que se ven muy lejanas desde la experiencia directa de la acción colectiva.
Me importa destacar los peligros que ve en caer en una reificación desde las luchas por el reconocimiento, notando una clara exaltación de comunitarismos poco tolerantes. Estos son tiempos de “comunicación en tiempo real” donde los fundamentalismos resurgen con fuerza. Lo mismo podemos firmar para que no se lapide a una mujer en África por internet y sentir que actuamos con justicia para impedirlo, como asistir “en vivo” a la invasión de tropas norteamericanas a un país, sin que importe mucho el grado de veracidad del show y que no nos conmueva en un sentido antropológico profundo la muerte de los otros que aparecen en pantalla, como si tan solo fueran versiones mejoradas del play station que nos entretiene desde nuestra solitaria interacción con la máquina.
Axel Honneth: Tres esferas de reconocimiento
Si bien ambos autores se proclaman herederos de la teoría crítica impulsada por la Escuela de Frankfurt en el siglo XX, Honneth siente que está en mejores condiciones de reivindicar sus postulados teóricos, tanto por vivir en Alemania como por ser el actual director del Instituto de Investigación Social que en su momento fundara Max Horkheimer. La renovación de esta tan significativa tradición teórica, a juicio de Honneth, se daría con la incorporación de la dimensión cotidiana del sufrimiento social y la injusticia moral a sus postulados y objetivos emancipatorios. “Redistribución como reconocimiento: Respuesta a Nancy Fraser”, es el segundo capítulo de este debate, donde Honneth reivindica su lugar y dirige tres críticas al modelo de bidimensionalidad ofrecido por Fraser.
La primera de ellas – considerada como la más relevante- es que la lectura del sufrimiento humano que recoge Fraser en “los nuevos movimientos sociales” solo está centrada en aquellas expresiones de descontento social que logran un reconocimiento público. Estar en la agenda, en el tapete de los medios hace que esa lucha por el reconocimiento exista, cobre vida y legitimidad, pero ¿es este todo el reconocimiento en el que debe basarse una teoría social que pretenda dar cuenta del universo social entero? Diversas experiencias cotidianas de sufrimiento moral e injusticia son vivenciadas por la gente todos los días sin que tengan un reconocimiento público. Basta pensar en los hogares monoparetales con jefatura femenina vinculados a la pobreza en todas sus variantes (decorosa o extrema), los hurgadores, los eternos desempleados que hace mucho tiempo que no logran un empleo formal y que quizás ya perdieron toda esperanza de encontrarlo, los sin techo, los niños de la calle, etc.
La segunda crítica apunta a una consideración desmedida de los conflictos sociales basados en la diferencia cultural cuya proliferación haría imposible alcanzar acuerdos normativos. Muchos de esos grupos, recuerda Honneth, tratan de afirmar su identidad excluyendo agresivamente a los demás como los nuevos fundamentalismos, la derecha religiosa, los cabeza rapada alemanes o algunos movimientos islámicos también presentes en Europa. Fraser, para eliminarlos de su lista, tiene que afirmar que sólo importan los que no atentan los derechos básicos aunque no podría precisar cuál es el límite.
Además de no tener en cuenta las múltiples luchas sociales que se libran a la sombra de la esfera pública y completamente desamparados de ella, la acusa de postular al feminismo, los movimientos antirracistas y las minorías sexuales como los protagonistas principales del conflicto social, en un escenario mundial mucho más diverso que el norteamericano o primermundista.
Un tercer aspecto, tiene que ver con una interpretación histórica equivocada de las demandas que los clásicos movimientos sociales realizaron en los últimos dos siglos. No sólo buscaban la igualdad jurídica sino que también buscaban el reconocimiento porque los sujetos siempre esperan ser reconocidos en sus reivindicaciones de identidad.
No le parece adecuado describir que, en un primer momento la lucha estaba motivada por el interés –una interpretación que desde el marxismo supuso adjudicarle a la clase obrera un teleologismo utilitarista- y luego el giro se produce hacia las demandas de identidad. El descontento moral ya estaba presente en los trabajadores del siglo XIX, las mujeres recién emancipadas o la población negra estadounidense pos abolicionismo, por ejemplo. Su registro demuestra también que el descontento moral puede desencadenar o no en conflictos sociales.
El modelo de reconocimiento propuesto por Honneth tiene tres esferas o patrones intersubjetivos de desarrollo: amor, derecho y solidaridad[7]. La vinculación con la propuesta hegeliana de reconocimiento en los Fundamentos de la Filosofía del Derecho (familia, sociedad civil, Estado) es inmediatamente reconocible pero el autor se cuidará muy bien de actualizar y descartar algunas cosas que no sirven para explicar el orden capitalista de hoy. No se trata de una mera readaptación aunque las huellas de la presencia hegeliana se dejan sentir en el modelo en todo momento.
En la diferenciación institucional de las esferas de reconocimiento surgen mayores posibilidades de desarrollar la individualidad y la autonomía personal que se fortalece, de acuerdo a estas tres esferas, proporcionando autoconfianza, autorrespeto y autoestima. Pero no es menos cierto que para que esa singularidad emerja positivamente necesita del reconocimiento recíproco de los otros.
Lo que motiva a la lucha social es la convicción moral de que los principios de reconocimiento que se consideran legítimos y consensuados en una sociedad en la cual cada uno de los sujetos o grupos se sienten parte, no se están aplicando correctamente o es necesario cambiarlos para vivir plenamente esa inclusión, esa pertenencia. Por eso la oposición entre conflictos económicos o conflictos culturales no tiene sentido para Honneth y aquí el desacuerdo es total.
Tanto las “viejas” luchas por la redistribución como las “nuevas” luchas por la identidad, están ancladas en el registro de un profundo sentimiento de injusticia que experimenta el o los individuos. Motivado moralmente, demanda, actúa, llega al escenario de la lucha social cuando tiene la convicción de que hacerlo vale la pena.
La tesis fuerte de Honneth es que “la gramática moral de los conflictos que se están desarrollando ahora en torno a las cuestiones de la política de identidad en los estados democráticos liberales está determinada esencialmente por el principio de reconocimiento de la igualdad jurídica”[8]. No necesitamos ninguna otra herramienta conceptual.
El desarrollo social queda ligado al progreso moral, ya que una demanda que se satisface provoca un incremento en términos de la calidad de la integración social que se alcanza y también amplía los horizontes de validez para esa sociedad. Se postula una fuerte orientación normativa: tanto la ética política como la moral social se desarrollan –progresan- a través de las tres formas de reconocimiento, con las expectativas legítimas que trae cada sujeto/miembro a ser cumplida.
El paradigma intersubjetivo y la asunción del otro generalizado, es el terreno constante en el que se maneja Honneth. Por eso reprocha tanto a Fraser, proveniente de una tradición tan diferente a la raigambre hegeliana de la ética discursiva, que parta de la autonomía individual para pasar de inmediato a la participación social sin mediaciones.
La justicia es realizable a partir del análisis de las condiciones históricas de la formación de la identidad personal en que se asienta el modelo de las tres formas de reconocimiento que hacen posible una identidad intacta. Si esto no puede ser garantizado plenamente en cada una de las esferas, (la falta de amor y cuidados, la falta de justicia y respeto, la falta de estima) se forman personalidades menospreciadas, que experimentan fuertes sentimientos de dolor, humillación, deshonra, formas de resentimiento personal que ya encontramos estudiadas en la obra de Hegel cuando investiga las motivaciones para delinquir y que Honneth también analiza en base a estudios más contemporáneos[9].
¿En qué sentido sería posible un progreso, una evolución moral, social y política para Honneth? ¿cuál sería la dirección que tomarían las luchas del reconocimiento en el capitalismo del siglo XXI? Básicamente, en dos terrenos, por un lado, en un mayor proceso de individualización y por otro, en una mayor inclusión. Dicho en sus propias palabras: “o bien se abren al reconocimiento mutuo nuevas partes de la personalidad, de manera que aumente el grado de individualidad socialmente confirmada; o se incluyen más personas en las relaciones de reconocimiento existentes, de manera que aumente el círculo de sujetos que se reconozcan”.[10]
Honneth interpreta que esto ya está sucediendo, dado que todos los planteos y acciones que se realizan para eliminar los estereotipos de género, los roles jugados por los integrantes de las familias de acuerdo a patrones culturales que demandas ser cambiados, suceden en la esfera del amor. El cuestionamiento a la familia tradicional, al matrimonio burgués, la apertura a nuevos modelos que, entre otras cosas, den una mayor autodeterminación a las mujeres y un protagonismo masculino en la esfera doméstica que no sea definido en términos de dominación, sólo podrán garantizarse con instrumentos legales. De todas formas, en la expansión de los derechos individuales no puede perderse de vista que los sujetos necesitan también que se contemplen sus necesidades específicas y sus capacidades particulares.
Un debate abierto
Las luchas por el reconocimiento en el terreno político siempre van a desembocar en lo legal, en una intervención decidida de los poderes públicos para dar respuestas a esas demandas. Ninguna reivindicación llega a un parlamento y se procesa en él, hasta desembocar en nuevas leyes o modificaciones de las actuales, si no hay una sociedad civil comprometida en ese proceso y en esto Fraser no se equivoca.
Ahora, la fuerza progresiva de esas demandas que logran ser procesadas y canalizadas en el reconocimiento jurídico, no evitan que sigan existiendo dimensiones de sufrimiento personal, un nivel de autocomprensión al que no llega el imperio de la ley. Aquí la mirada prepolítica se vuelve indispensable, ese primer estadio de reconocimiento que Honneth propone y que hace a la cotidianeidad desde la cual los sujetos viven situaciones injustas sin tener las herramientas adecuadas para luchar por su erradicación.
Las democracias liberales necesitan trabajar mucho para construir ciudadanías que se identifiquen con la respublica a la que pertenecen superando tanto la visión clásica del liberalismo como la del republicanismo. Y este problema de identidad, mal que le pese a Fraser, necesita de un trasfondo ético-político, un reconocimiento común.
No caer en esencialismos es un terreno resbaladizo para los movimientos sociales y ambos autores lo ven aunque Honneth cree mucho menos en esa proclamada culturalización de la lucha social. Pero si es cierto que el individuo tiene zonas oscuras que escapan incluso a su autocomprensión, la línea que recorre la psiquis develada frente a los múltiples espejos del reconocimiento recíproco, debería conducir hacia ciudadanos informados, comprometidos y libres que fortalezcan la democracia, menos progresiva de lo que sueña Honneth pero entendida como un proceso abierto, en permanente revisión y construcción.
El debate invita a pensar, más allá de sus autores y sus propuestas teóricas, cómo procesaríamos el falso dilema redistribución/reconocimiento al calor de las luchas sociales de esta región del planeta, con desigualdades más pronunciadas –fundamentalmente, porque la redistribución ha brillado por su ausencia como política pública en las décadas posteriores a la recuperación democrática- y donde “las políticas de identidad” no han merecido una discusión pública tan relevante como en la realidad de la filosofía política europea y norteamericana.
[2] Nancy Fraser, Iustitia Interrupta, Reflexiones críticas desde la posición “postsocialista”, Colombia, Siglo del Hombre Editores, 1997. En particular, el primer capítulo de ese libro.
[3] Me remito, simplemente, a las propuestas que han surgido desde el liberalismo igualitarista, como respuesta a la ofensiva neoliberal ampliamente triunfante en el mundo de los ´90 y de ese escenario “postsocialista” que permanentemente alude Fraser donde se ha dejado al reino de las utopías bastante huérfano de sus antiguos padres marxistas.
[4] Fraser, Honneth, op.cit., p.42.
[5] Como es el caso de la práctica de la mutilación genital que claramente niega la paridad del placer sexual y de salud a las mujeres afectadas.
[6] Los canadienses Charles Taylor y Will Kymlicka han argumentado a favor de políticas de identidad en defensa de las minorías de su país como el Canadá francés y las comunidades indígenas. Puede verse en: Taylor, Charles, Argumentos Filosóficos, Barcelona, Paidós, 1997; Kymlicka, Will, Ciudadanía multicultural. Una teoría liberal de los derechos de las minorías, Paidós, Barcelona, 1996.
[7] Honneth presenta en extenso su modelo en: Honneth, Axel, La lucha por el reconocimiento: por una gramática moral de los conflictos sociales, Barcelona, Crítica, 1997. En especial, el capítulo 5.
[8] Fraser, Honneth, op.cit., p.133.
[9] Honneth, Axel., op. cit. Capítulo 6: Identidad personal y menosprecio: violación, desposesión y deshonra, pp.160-169.
[10] Fraser, Honneth, op.cit., p.145.